de/di Claudio Ferrufino-Coqueugniot
(trad. Marcela Filippi)
(trad. Marcela Filippi)
Los rom, roma, romaní, zíngaros, gitanos, casi el diablo, por los siglos de los siglos. Con un drama tanto o más pesado que el de los judíos, con una tragedia similar. Pero los rom trashuman por el mundo, lo suyo no es diáspora sino costumbre. La casa, la tierra y la heredad toda. Ni dioses ni elegidos, libres.
Hurto a Kusturica el título de aquel su memorable filme. Por la poética y su fascinación, por la alegría en medio del pesar, la burla de la muerte, la música como la perennidad buscada y encontrada. No le importará. Quedan para siempre en el cine, junto a la fílmica de Tony Gatlif en un estilo diferente, inmortales. Sus carromatos pasean la historia ajenos a ella. No existe cronología aunque sí ancestros, por paradójico que parezca. Ellos siguen cruzando Giza, a la vista de las pirámides, sin siquiera pensar si el faraón todavía está allí, y menos saber que lo exhiben, momificado detrás de vitrinas impenetrables. ¿Qué es la gloria para un gitano, qué la eternidad?
Pregunto a mi hija Emily acerca de los travellers, comunidades que en las islas británicas se ocupan de ancianos altercados entre familias y que los dirimen a golpes de puño limpio, bien apostados que de algo hay que vivir. Se lo pregunto por un documental (Knuckle/Ian Palmer, 2011) -me lo aconsejó Daniel Abud- que los describe. Apenas se esboza en el filme el origen de los individuos que se golpean brutalmente, sin importar edad ni condición física. Hasta la aclaración de mi hija, no caigo en cuenta que se trata de gitanos irlandeses, a quienes se obligó al sedentarismo proveyéndoles de casas prefabricadas e ingresos a cuenta del gobierno. Pero los travellers, los viajeros, de todos modos, agarran carros, enseres y prole y parten en procesión a presenciar el combate singular de sus hombres por honor y por moneda.
Hace poco Francia volvió a recurrir a medidas racistas contra los rom. No es nuevo. Aquello que hoy resurge se acentuó durante el régimen de Vichy. Nada más peligroso para los ocupadores nazis y sus contertulios de la derecha francesa que esta población itinerante. Trasladarse de un lado a otro sin permiso destroza las bases y prolegómenos del estado totalitario. Había que atacar. Exterminar. Y lo hicieron.
Un mapa etnográfico del Financial Times señala que los rom son una población no desdeñable, siendo Turquía, Hungría, Rumania, España y Francia regiones bien pobladas. Hasta la sola mención de fronteras y de nombres nacionales contrasta con esta gente, que a pesar de veintiún siglos nuevos no se ha cansado de caminar. Lujuria no exenta de gloria todavía el hacerlo, como si viviesen en un mundo paralelo. No en vano Werner Herzog, en Nosferatu, fantasma de la noche, mediante un personaje que aconseja al viajero que lleva papeles de propiedad a un tal conde Drácula, más allá del paso Borgo, dice que de los gitanos muchos “han estado al otro lado”. Lo siguen estando; atraviesan ese agujero de tiempo y espacio cuando lo desean. Por eso no se los quiere, porque no nos pertenecen.
El campo de la muerte de Belzec fue inaugurado con gitanos. Se los ve indolentes, echados sobre la hierba, evidentemente famélicos, posando para la posteridad del horror. Pero así como perseguidos también persiguieron, y si mal no recuerdo fue en Shklovski donde me enteré que durante el genocidio armenio se dedicaban a cazar sobrevivientes. Cazadores de cabezas de principios del siglo XX, en una historia donde azeris, kurdos, turcos, armenios, asirios, persas, chechenos y rusos, todos, cargan espeluznantes culpas.
Recuerdo de mis lecturas de niño dos sujetos grabados e imborrables: un grupo de judíos marchando hacia la fosa común, sabiendo que era la voluntad de dios. Otro, gitano, en Treblinka, hastiado de labor, que escupe displicente cuando el guardia germano los insta a trabajar. Prefieren morir a seguir así. Hechos circunstanciales que no retratan en definitiva a un pueblo u otro, pero escenas que se quedaron en una mente, la mía, quizá no preparada aún para digerirlo.
Gatlif, a quien ya mencioné, filmó otra película de su larga serie gitana, extendida por Rumania, España y ahora Francia. Es el tiempo de Vichy, y el colorido ropaje de los rom contrasta con el gris que se cernía sobre las Galias. Rojos vestidos que cantan a la vida, mientras las ruedas de los vehículos acercan a la muerte. A ellos, los hermanos del mayor guitarrista que Francia dio al mundo: Django Reinhardt, el de la mano momificada.
No ha mucho, en Grecia, se dio el caso de una preciosa y blonda niña a cuyos padres acusaron de haberla raptado. Pruebas van y vienen, y la constancia de ser ella una rom de Bulgaria, fotografiada junto a sus hermanos, a cual más rubio y pelirrojo. Si cuando salíamos de la primaria y doblábamos a la izquierda en la Libertador Bolívar, en Cochabamba, los encontrábamos de largas faldas y botas de montar, rubios como soles: gitanos chilenos, no se acerquen, decían las viejas brujas. Raptan niños cristianos, se los comen…
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