de/di Jorge Muzam
(trad. Marcela Filippi)
Pienso en la vida cotidiana de los Madrazo. Tantos pintores geniales en una sola familia. José, y sus hijos Federico, Pedro y Luis, y luego, años más tarde, un nieto, Mariano. Todos creando fraternalmente al amparo de un mismo apellido, en un mismo hogar, junto al mismo fogón, compartiendo pinceles, acuarelas, hallazgos estéticos y los alientos de un palmoteo orgulloso.
Pienso en Dumas padre y Dumas hijo, ambos escribiendo bajo una vela, bebiendo el mismo vino, creando mano a mano las historias que se harán inmortales.
Tuve un profesor en la universidad, Cristián Guerrero Yoacham. Dictaba la cátedra de Historia de América. En algún momento confluyó con su hijo, de igual nombre y también académico, aunque especialista en Historia de Chile. El hijo había llegado a ser Doctor en Historia antes que el padre. Los veía en el estrado, dos luminarias hablando sobre teorías de la historia, y a ratos, el papá, sin poder aguantarse su orgullo ni su condición de padre, le hablaba a su hijo como a un pequeño travieso sorprendido en falta.
La madre del Ché Guevara era sobreprotectora como la mayoría de las madres. A Ernesto lo veía enfermizo, incapaz de enfrentar los desafíos de la vida. Si hubiese sido por ella lo habría cuidado con esmero todo el tiempo posible. Pero su padre, el padre del Ché, ya veía en él los trazos de la grandeza, podía escarbar en su mirada, adivinar gestos, actitudes, percibir habilidades y el carácter suficiente para imponer su sueño. Los años demostraron que el padre tenía razón.
Veo el caso del Julian Lennon. Claudio Rodríguez escribió sobre eso. Su padre no lo tomó mucho en cuenta, y Julian anduvo a la deriva, mendigando atención, abrazos de amigos de su padre, de desconocidos, porque el gran John no tenía tiempo, y luego vino Yoko, y el círculo se cerró sin Julian.
Thomas y Klaus Mann, padre e hijo, ambos escritores, tuvieron una relación difícil. Klaus no podía deshacerse de la poderosa sombra de su padre, escribía de forma compulsiva, y al padre no le gustaba lo que escribía, no lo valoraba. Klaus sufría ante este desdén paterno. Duró poco. Se mató un día cualquiera, muy temprano. Pasaron aún muchos años antes que se empezara a reparar en sus obras, y muchos más para que los lectores y críticos del mundo entendieran que no era inferior a su padre, sólo distinto.
Tengo dos hijos que son mis soles, mi aliento de vida, la primavera eterna en la mirada. Cuando vivía con ellos soñábamos juntos y nos reíamos muchísimo. Leíamos libros divertidos, y también historias que adelantaban la complejidad de la vida adulta. Llegué a soñar que entre los tres iniciaríamos una larga tradición de intelectuales rebeldes. Yo veía el genio en sus ojos, la viveza de sus miradas, las habilidades a flor de piel. Tenían todo para alcanzar las estrellas más lejanas, y esto seguro de que lo lograrán, a su manera, como universos autónomos.
No provengo de una familia de intelectuales. Junto a mi madre solíamos leer lo que llegaba a nuestras manos. Papeles de envoltorio, revistas viejas. No teníamos libros. Apenas algo de comida y muebles roñosos. En casa de mi abuelastro sí había libros, y en abundancia. El era un policía autodidacta, su ambición de conocimiento provenía de él mismo. Compraba libros compulsivamente, ediciones caras, sin atención a su presupuesto de funcionario público. Y así, mes a mes, y año tras año, fue armando una biblioteca de miles de libros, lo mejor del conocimiento, desde medicina hasta arquitectura, desde literatura hasta astronomía. Gracias a esa biblioteca pude leer con avidez y desorden lo que fui encontrando. También con cierta arrogancia, porque lo que leía adquiría pleno sentido para mí, y lo relacionaba con otras lecturas, con lo que veía a diario, comparaba épocas, personas, concepciones morales. Nadie estaba junto a mí para guiarme, a nadie le importaba, nadie reparaba en que una de las miradas de la familia empezaba a despegar, y aunque seguía en el mismo sitio, ya había traído el resto del universo a nuestro patio.
Lo demás era sobrevivir, dar y recibir patadas. La vida en comunidad suele encauzarse por un sendero de egoísmo y envidia. Al que es diferente o quiere ser diferente, y sobretodo si viene desde abajo, se le aplasta. Ni siquiera entre cercanos, ni en mi propia parentela. Yo era para ellos el raro, el perdedor, el problemático, el inadaptado, el dolor de cabeza. Los demás estaban en lo correcto, no yo. Y esa percepción dura hasta el día de hoy. Me omiten, hacen como que no me leen, como si yo no existiera, como para bajarme los humos o qué se yo. Mis amigos y lectores, que es la familia que me he encontrado en el camino, y que me ha valorado por mi talento, por mis obras, que ha visto mis huellas, que se ha detenido a escuchar mis palabras, pues ellos siempre han estado en otros lugares, en otros países, en otros continentes.
Recuerdo el día que empecé a escribir en The Huffington Post. No pude evitar sentirme orgulloso, era un medio importantísimo a nivel mundial. Compré una botella de vino para celebrar y quise compartir mi alegría enviando la noticia por email a todos mis familiares. Ni uno solo me respondió. Ni siquiera un saludo. Menos una felicitación. Y siempre fue así. ¿Soy un resentido por eso? Pues claro que lo soy, resentido y rencoroso por ese tema y por miles de otros temas, soy un portaaviones cargado de rencores, pero al menos no los escondo.
De mi padre biológico solo he recibido una carta en 44 años. Nada augura un cambio en el horizonte. Por eso voy solo por el mundo. Sin antes ni después. Sólo quedan estas letras, que son una especie de reloj explosivo con su alarma hace tiempo activada.
Penso alla vita quotidiana dei Madrazo. Tanti pittori geniali in una sola famiglia. José, e i suoi figli Federico, Pedro e Luis, e poi, anni dopo, un nipote, Mariano. Tutti creando fraternamente sotto la protezione di uno stesso cognome, nella stessa casa, accanto allo stesso camino, condividendo pennelli, acquerelli, scoperte estetiche e gli incoraggiamenti orgogliosi con dei battimano.
Penso a Dumas padre e a Dumas figlio, entrambi scrivendo sotto una candela, bevendo lo stesso vino, creando man mano le storie che diventeranno immortali.
Ho avuto un professore all’università, Cristián Guerrero Yoacham. Dettava la cattedra di storia dell’America. A un certo punto confluì con suo figlio, omonimo e anch’egli accademico, anche se specializzato nella storia del Cile. Il figlio era diventato dottore in storia prima del padre. Li vedevo sul palco, due luminari che parlavano di teorie della storia, e in certi momenti, il padre, senza riuscire a contenere il suo orgoglio né la sua condizione di padre, parlava a suo figlio come a un piccolo monello sorpreso in errore.
La madre del Che Guevara era iperprotettiva come la maggior parte delle madri. A Ernesto lo vedeva cagionevole, incapace di affrontare le sfide della vita. Se fosse dipeso da lei, lo avrebbe curato con attenzione tutto il tempo possibile. Ma suo padre, il padre del Che, già vedeva in lui i tratti della grandezza, poteva scavare nel suo sguardo, intravedere gesti, atteggiamenti, percepire abilità e il carattere sufficiente per imporre il suo sogno. Gli anni hanno dimostrato che il padre aveva ragione.
Vedo il caso di Giuliano Lennon. Claudio Rodríguez ha scritto su questo. Suo padre non lo prese molto in considerazione, e Giuliano andava alla deriva, mendicando attenzione, abbracci da amici di suo padre, da sconosciuti, perché il gran John non aveva tempo, poi venne Yoko, e il cerchio si chiuse senza Giuliano.
Thomas y Klaus Mann, padre e figlio, entrambi scrittori, ebbero un rapporto difficile. Klaus non poteva liberarsi dalla potente ombra di suo padre, scriveva compulsivamente, e al padre non piaceva ciò che scriveva, non lo apprezzava. Klaus soffriva per questo sdegno paterno. Ebbe breve durata. Si uccise un giorno qualsiasi, molto presto. Trascorsero molti anni prima che si cominciasse a porre riparo alle sue opere, e molti di più, perché i suoi lettori e critici del mondo capissero che non era inferiore a suo padre, ma solo diverso.
Ho due figli che sono i miei soli, il mio respiro di vita, la primavera eterna nello sguardo. Quando vivevo con loro sognavamo insieme e ridevamo moltissimo. Leggevamo libri divertenti, e anche storie che anticipavano la complessità della vita adulta. Ho persino sognato che noi tre avremmo iniziato una lunga tradizione di intellettuali ribelli. Io vedevo il genio nei loro occhi, la vivacità del loro sguardo, le abilità a fior di pelle. Avevano tutto per raggiungere le stelle più lontane, e questo, sicuramente, lo otterranno, al loro modo, come universi autonomi.
Non provengo da una famiglia di intellettuali. Insieme a mia madre eravamo soliti leggere ciò che arrivava nelle nostre mani. Carte da involucro, vecchie riviste. Non avevamo libri. Appena qualcosa da mangiare e mobili fatiscenti. A casa dei miei nonni, sì che c’erano libri, e in abbondanza. Lui era un poliziotto autodidatta, la sua ambizione di conoscenza proveniva da sé stesso. Comprava libri compulsivamente, edizioni rare, senza alcuna attenzione per il suo bilancio di funzionario pubblico. E così, mese dopo mese, e anno dopo anno, diede vita a una biblioteca di migliaia di libri, il meglio del sapere, dalla medicina all’architettura, dalla letteratura all’astronomia. Grazie a quella biblioteca ho potuto leggere con avidità e disordine quanto trovavo. Anche con certa arroganza, perché quel che leggevo acquisiva senso per me, lo ricollegavo con altre letture, e con ciò che leggevo quotidianamente, confrontavo epoche, persone, concezioni morali. Nessuno era accanto a me per guidarmi; a nessuno interessava, nessuno si accorse che uno degli sguardi della famiglia iniziava a prendere il volo, e sebbene fossi ancora nello stesso posto, avevo già portato il resto dell’universo al nostro giardino.
Il resto era sopravvivere, dare e ricevere calci. La vita in comunità viene solitamente convogliata lungo un sentiero di egoismi e invidia. Colui che è diverso o vuole essere diverso e, soprattutto se viene dal basso, lo si schiaccia. Io ero per loro lo strano, il perdente, il problematico, l’emarginato, il mal di testa. Gli altri erano nel giusto, io no. E quella percezione dura fino ad oggi. Mi ignorano, fingono di non leggermi, come se io non esistessi, come a volere farmi abbassare la cresta, o non so. I miei amici e lettori, che sono la famiglia che ho trovato lungo la strada, e che mi hanno valorizzato per il mio talento, per le mie opere, che hanno visto le mie orme, che si sono fermati ad ascoltare le mie parole; ebbene loro sono sempre stati in altri posti, in altri paesi, in altri continenti.
Ricordo il giorno in cui ho iniziato a scrivere per The Huffington Post. Non ho potuto fare a meno di sentirmi orgoglioso, era un media importantissimo a livello mondiale. Comprai una bottiglia di vino per festeggiare, e ho voluto condividere la mia allegria inviando la notizia via mail a tutti i miei parenti. Nemmeno uno rispose. Neanche un saluto. Ancor meno i complimenti. Ed è stato sempre così. Sono un risentito per questo? Certo che lo sono, risentito e rancoroso per quella cosa e migliaia di altre cose, sono una portaerei carica di rancori, ma almeno non li nascondo.
Da mio padre biologico ho ricevuto soltanto una lettera in 44 anni. Nulla prevede un cambiamento all’orizzonte. Per questo vado da solo per il mondo. Senza un prima né un dopo. Restano solo queste parole, che sono una specie di orologio esplosivo, con il suo allarme ormai da tempo attivato.
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