En la infancia tuve siete padres y todos se llamaban Ramón Méndez.
Por eso, cuando hace semanas yo caminaba por la calle Jugo de Maracaibo y trataba de localizar un lugar donde beberme una limonada, no supe muy bien qué hacer con esa figura renqueante que pasó a mi lado gritando versículos de la Biblia.
Regresé al hotel Kristoff. Me eché en la cama y puse el aire acondicionado a una temperatura tan baja que me tembló la mandíbula. Quise dormir, pero al final tomé notas de trabajo en mi cuaderno. Había venido a la ciudad para impregnarme del ambiente con que se iniciaría la serie de televisión que tres prestigiosos guionistas estaban preparando para una productora. Una historia de fronteras, narcos, guerrillas, cuyas acciones saltarían entre Maracaibo, Medellín, Ciudad Juárez y Miami. Nada que no se hubiese escrito o grabado antes, pero que por eso mismo contenía grandes posibilidades de éxito.
Con los años yo me había resignado a mi talento. Un talento muy concreto. Nadie era mejor que yo escribiendo un programa piloto. Los mejores guionistas en español o en inglés me contrataban para que escribiese ese capítulo inicial. Luego ellos continuaban el trabajo. Al parecer, mi habilidad se fatigaba al extenderse. El cansancio, y la abulia me tomaban cuando me tocaba escribir seis, doce, diez, treinta capítulos. Eso era lo que se afirmaba en el medio, y por eso desde años atrás nadie me pedía formar parte estable de un equipo. Yo era el mejor abriendo una historia, pero allí debía abandonarla en mejores manos.
Ganaba buen dinero por ello. Yo era el encargado de abrir mundos que jamás cerraría. No albergaba quejas, ni aspiraciones. Y además esta vez, la nueva serie me permitió darme un salto a Venezuela, el lugar de dónde me había marchado hacía muchísimo tiempo.
Mentiría si dijese que esperaba tropezar con mi padre. Cuarenta años habían pasado desde la última vez que nos vimos. Mentiría si dijese que no esperaba que una coincidencia nos acercase. Pero en los breves momentos en que imaginaba ese encuentro el escenario siempre era Caracas, la ciudad donde crecí, donde vivía mi padre cuando conoció a mamá y la llenó de falsas promesas hasta dejarla tirada con un bebé de pocos meses.
Abrí mi ordenador. Pedí que me subieran una limonada muy fría a la habitación y durante unos instantes pensé si sería posible escribir una historia sobre mi padre; una historia personal, íntima, algo para mí, algo que no fuese un piloto pagado en dólares por unos ejecutivos de México o de Los Ángeles.
“Ramón Méndez nació en un pueblo del estado Mérida en 1932. Sub oficial del ejército, en algún momento de los años sesenta recibió la oferta de incorporarse a la Academia militar para graduarse como oficial pero prefirió realizar estudios de nutrición en la universidad, y como decía con patético orgullo, fue el primer dietista hombre de América Latina.
Sus tareas en las fuerzas armadas se ciñeron a vigilar la correcta alimentación de la tropa. En los años ochenta, cuando había alcanzado el rango de Maestro Técnico de Primera, no pudo justificar cierto desvío de dinero en las cuentas de la cocina del cuartel por lo que sus superiores le exigieron solicitase la baja del ejército”.
Miré mucho rato la pantalla y comprendí que no había mucho más que contar. Al menos yo no tenía mucho más para contar después de años de infructuosas búsquedas. Ya no valían las insólitas vidas que yo le había inventado en el colegio o en el Instituto para sorpresa de esos compañeros míos que siempre tuvieron la gentileza de no advertir las contradicciones de mis historias.
Me eché en la cama y estuve un rato chateando con Ninoska, una de mis mejores amigas. Le conté lo sucedido. Pareció intrigada, pero luego me confesó que su propio padre se encontraba enfermo en un hospital de Lima. Le di ánimos y envié saludos a aquel hombre al que había conocido en mis tiempos universitarios: un corpachón sonriente que solía invitar a los amigos de Ninoska a maravillosas parrillas en el patio de su casa.
Cerré los ojos para dormir.
Al día siguiente me coloqué en el mismo punto de la calle Jugo. Frente a mis ojos una casa resplandecía con un penetrante color uva; desde las otras fachadas brotaban resplandores amarillos, violetas, magentas, verdes. Durante unos instantes me sentí como una gota de aceite en la que estallaban tonalidades cálidas, colores de fuego y agua.
Lo vi acercarse de nuevo; llevaba la misma ropa del día anterior, pero esta vez no daba gritos sino que apretaba entre sus manos una Biblia mugrienta. Se detuvo a tomar aire. Por su cojera, comprendí que tenía algún problema en la cadera o en las rodillas. Sonreí. Sería tan fácil darle un empujón y dejarlo tirado en la calle como una de esas cucarachas que permanecen boca arriba, impotentes, desesperadas.
El sol pareció arder sobre las nubes. Una llamarada gélida recorrió mi espalda cuando Ramón Méndez se detuvo a mi lado y me miró. No soporté la opacidad, la niebla cansada de esos ojos pequeños. Estuve a punto de correr, pero él sonrió unos instantes y luego retomó su camino. Las piernas me temblaban.
Regresé al hotel y tomé un montón de notas para el programa piloto. Trabajé horas y horas. Sólo me detuve para beber un par de limonadas y ducharme. Esa noche, cuando se fue apagando el cielo, sentía que acababa de subir y bajar una inmensa montaña.
Hablé con Ninoska para saber sobre la salud de su padre. Dijo que continuaba estable en su gravedad. Le conté luego lo que había sucedido en la calle Jugo; me advirtió que a lo mejor Ramón Méndez me había reconocido. Salté al pensar en esa posibilidad. Después mi amiga susurró que debería abordarlo y hablar con él; por lo que describía sobre sus ropas quizá necesitaría dinero y como un gesto de reconciliación yo podía dárselo. Reí. Podía ser cierto, pero según me contó mamá, Ramón Méndez solía guardar billetes en un calcetín viejo. Gastaba muy poco y jamás echaba mano de esos ahorros aunque la situación de casa lo requiriese con urgencia.
Cuando se marchó, no dejó ni un bolívar en casa. Tampoco realizó un solo giro o hizo llegar algún regalo. Años después, un abogado y un juez lo obligaron a pasar una mensualidad miserable que llegó de forma discontinua y que desapareció por entero el mes que me hice mayor de edad.
No. Lo juro. No estaba en mis planes responder a su miseria con generosidad.
Esa noche puse un bromazepan bajo mi lengua; me quedé dormido mirando series en la tele.
Dormí la mañana entera y al mediodía contraté un taxi para que me llevase a Punta de Piedra; un pueblo desde el que podía contemplarse el puente sobre el lago de Maracaibo y la silueta de la ciudad. Era un sitio perfecto para algunas escenas en la que los protagonistas podían conversar sobre sus planes. Comí chivo en coco; bebí algunas cervezas y tomé muchas notas.
Regresé a la calle Jugo. Perduraba en mí la visión del agua, sus voces húmedas, solares. Era como si todos esos dioses que alguna vez vivieron dentro del lago hubiesen dejado en mí una pequeña señal de silencio. Quería vaciarme de palabras. No pensar; no decir. Quizá por eso mi mirada se adhirió a la figura de Ramón Méndez cuando apareció en la calle. Esta vez caminaba con mayor lentitud, como si el dolor de los huesos lo estuviese atormentando más que nunca. Por segundos, pensé en contarle que alguna vez fue un hacendado, un piloto de avión, un boxeador de peso welter, un marinero, un espía, un cantante de rancheras, un militar heroico. Decirle sólo eso y largarme. Dejarlo con la perplejidad de descubrir que dentro de su mezquino cuerpo convivieron las muchas personas que su ausencia trazó dentro de mis palabras. Deseaba asomarlo al terror de ser también la hechura de mis historias; el agujero rellenado con frases sueltas que le fui colocando capa tras capa. Imaginé que si le hablaba y le contaba eso, las siguientes noches no dormiría pensando que todos esos fantasmas vivían dentro de él, reclamando un espacio, devorándolo.
Pero cuando pasó a mi lado, Ramón Méndez se detuvo, me tomó por los dos brazos y dijo con voz asmática: “Hijo mío, hijo mío…Cristo, te ama. No lo olvides, Cristo te ama”.
Lo vi marcharse. Quise respirar hondo, pero el aire palpitaba como fuego.
No hubo tiempo para confusiones o dudas porque en la siguiente esquina tropezó con una mujer que llevaba una minifalda azul y una camiseta blanca y también le gritó: “hija mía, hija mía, Cristo te ama”.
Esa noche hablé un buen rato con Ninoska. No le conté nada de lo sucedido. Ella parecía ausente. Me refería con palabras lentas los comentarios de los médicos. Malas noticias; pésimas previsiones. Su padre se consumía en una cama, lejano, ausente, recorrido tan sólo por quejidos que de tanto en tanto brotaban de su boca como una señal de rendición y derrota.
Bajé al restaurante del hotel y continué tomando notas. Comí un sándwich y bebí una gaseosa. A mi lado, una pareja de canadienses hablaba entre ellos. Escuché que la mujer le contaba al marido la historia de la Virgen de Chiquinquirá. Al parecer, en el siglo XVIII una lavandera encontró una tablita en el lago y al llevarla a casa descubrió la milagrosa imagen de la virgen, por lo que ahora Maracaibo la adoraba en la principal iglesia de la ciudad.
“El lago, el lago”, pensé, y pude contemplar esa superficie de agua como una palpitación enferma que acompañaba a la ciudad, que la reflejaba y la volvía un temblor húmedo. Desde allí, antes, ahora, surgían los dioses que acompañaban el lugar.
Esa misma noche soñé que mi padre y yo caminábamos en el fondo del lago; envueltos en burbujas, en petróleo, en arena. Al despertar, corrí al baño y escupí varias veces: un amargo sabor de sal me llenaba la boca.
Caminé por las calles que frecuentaba Ramón Méndez pero a horas distintas a las que él solían transitarlas. Hablé con algunas personas; logré sacarl algunos datos. El anciano vivía con una prima y se había convertido en evangélico desde hacía un par de años. A partir de ese momento recorría las plazas para predicar la palabra y amenazar a las personas con los infinitos males que caerían sobre la ciudad si ellos no se redimían. Sonreí. Mi padre había conocido la salvación; lástima que yo nunca entré en ella.
La luz en ese lugar se transformaba en textura de vidrio sucio, de tela polvorienta. Era un sitio perfecto para ubicar allí un crimen que diese pie a buena parte del programa piloto.
Le pedí al taxista que diese una vuelta por la ciudad. Íbamos con el aire acondicionado al máximo, pero un zumbido recorría mi cabeza de punta a punta. Pensé en mi padre; pensé en el Hotel Baralt. Soné mí nariz con un pañuelo. Un olor a encierro, agua empozada y loción de afeitar inundó el carro.
Cuando llegué a mi habitación en el Kristoff encendí otra vez el ordenador. Creía tener una buena idea para un cuento. Una mañana, el empleado del Hotel Baralt descubría que durante la noche se habían suicidado siete personas en distintas habitaciones. Un militar retirado, un boxeador, un espía, un ganadero, un piloto, un cantante de rancheras, un marinero. Quedé un buen rato frente a la pantalla. Sólo alcancé a escribir: “Al amanecer, el sol pareció hundirse en las aguas del lago…”.
Hablé otra vez con Ninoska. Me costó descifrar sus frases entrecortadas. Mezclaba tiempos, historias. Su padre empeoraba. Tan sólo comprendí que un sacerdote había pasado esa mañana para visitarlo.
La mañana siguiente volví a Punta de Piedra.
Caminé un trecho hasta que la proximidad del lago me detuvo junto a dos árboles. Apoyé mis manos en los troncos. Miré a los lados, miré a mis espaldas. El sol rechinaba sobre la tierra. No vi ni un alma. Un aire cálido arañó mi rostro. Contemplé el lago y me arrodillé.
“Si necesitan llevarse a alguien; si es necesario que el tiempo se cumpla otra vez en una persona, les ofrezco a Ramón Méndez. Él y sus siete vidas inútiles ya pueden marcharse; llévenselo a él y dejen en paz al padre de Ninoska”.
Lo que dije fue mucho más largo. Estuve un rato balbuceando palabras, como si estuviese tirando de un hilo que se resistía. Varias veces me detuve a tomar aire; la atmósfera: pesada, viscosa, burbujeaba en mis pulmones. Rezar para mí era difícil. No tenía fe; jamás la tuve. Por eso pensaba que mi gesto podía ser aún más valioso. Para los creyentes el rezo es una comunicación natural; para mí era un acto impropio; rezaba contra mí mismo; a pesar de mí mismo, como si esas palabras fuesen una botella lanzada al agua con un mensaje que buscaba una remota respuesta.
Apreté los párpados. Mis manos unidas hicieron fuerza hasta que me hice daño en los dedos. El lago, apacible, brillaba en sus orillas con espumas plateadas.
La mujer se detuvo junto a mí, acomodó el montón de bolsas que llevaba en la mano y siguió conversando por el móvil. Durante varios segundos continuó preguntando por una persona. Resoplaba furiosa, iracunda. Me miró de reojo. Continuó caminando y escuché con nitidez el ruido de sus tacones alejándose.
Apoyé mis manos en la pared color uva. Sentí el calor recorriendo mis dedos. Miré la hora. Volví a mirarla. Necesitaba una limonada en los próximos minutos pero era necesario esperar. Una bandada de guacamayas atravesó el cielo: pensé en letras coloridas flotando sobre una página, moviéndose como frases oleosas, escurridizas.
Lo vi. Una vez más.
Ramón Méndez giró en la esquina. Me observó y cruzó la calle para no pasar a mi lado. Al otro lado de la acera alzó la Biblia y gritó: “Cristo te ama, Cristo te ama”. Parecía tener menos dolores en el cuerpo porque su paso fue rápido y me recordó a un potrillo. Lo miré mucho rato. Se fue haciendo pequeño hasta que el sol reverberante lo envolvió en una luz blanca y ya no pude distinguir su silueta.
Regresé a mi hotel. Pregunté a los botones si era posible mirar el lago desde alguna de sus ventanas y me advirtieron que no. Pedí que me subieran una limonada con mucho hielo. En la habitación me quité la ropa y la lancé sobre un sofá. Permanecí en la orilla de la cama mucho rato. Sin moverme.
Una llamada sonó en mi móvil. Ninoska. Supe lo que iba a contarme. Lo dejé sonar y sonar. Llamó tres veces más pero no respondí. Luego entré a Internet y compré un billete para México DF. Un botones tocó mi puerta y me entregó la limonada. La coloqué en una mesa. La dejé allí, sin probarla, hasta que sus hielos se derritieron y se convirtió en una sopa ácida.
Hundí los dedos en el vaso. Miré mis ropas deshechas, tiradas en desorden.
Imaginé el lago: agua hueca, agua sin fondo, agua sorda. Un abismo en el que ahora sólo vivían burbujas.
Nella mia infanzia ho avuto sette padri e tutti si chiamavano Ramón Méndez.
Fin da molto piccolo, quando mi chiedevano di lui, raccontavo la sua vita con abbondanza di dettagli.
In seguito compresi che i dati non sempre coincidevano; alcuni erano veri, altri erano intuizioni, la maggior parte dei quali derivavano dalle parole che avevo a portata di mano in ogni momento.
La nostra storia comune era troppo breve per poter aspirare ad essere coerente. Mi ha abbandonato quando ero un bambino di pochi mesi e abbiamo coinciso solo in un breve atto legale che non è importante per questa narrazione.
Di lui, conservavo appena un paio di fotografie; una con la sua uniforme di gala; bianca, con cordoni dorati; un'altra in borghese, in abito marrone e una cravatta annodata male. Forse a causa di quelle foto uno dei miei sette padri era un sottufficiale dell'esercito. Certo è che la figura di quel militare risultava essere la più vicina alla verità (con il particolare che, secondo la mia versione, era stato decorato per aver affrontato le guerriglie degli anni Sessanta). In una terza storia, segnalavo che era stato un pilota di aerei che tentò di evitare il bombardamento de La Moneda durante il colpo di stato contro Allende. E in certi momenti fu anche pugile; un abile welter che combatteva a New York e che prima o poi avrebbe sfidato per il titolo Sugar Ray Leonard. Verso l'adolescenza, Ramón Méndez divenne un agente dei servizi segreti spagnoli del CESID; un cantante di rancheras* che viveva a Guadalajara dando concerti per un pubblico selezionato; e infine, un ricco proprietario terriero di Apure che possedeva migliaia di capi di bestiame e girava a cavallo lungo le sue migliaia di ettari.
Ora che ci penso, ognuna di quelle mutazioni non parlava di lui. Il modo in cui lo costruivo credo corrispondesse a momenti della mia vita che ho dimenticato e che ormai non contano più. Mutava, mutavamo. Ma c'era un punto fermo: il suo nome. Potevo descriverlo in mille modi diversi, ma gli ho sempre messo il suo vero nome come unico indizio, proprio come la scarsa coerenza che egli poteva darmi.
Perciò, quando settimane fa camminavo per la via Jugo di Maracaibo cercando di trovare un posto dove poter bere una limonata, non ho saputo cosa fare con quella figura zoppicante che mi è passata accanto urlando versi della Bibbia.
Esitai. La luce. Il caldo. Il sole che batteva sulle mie tempie. La sete mi si è conficcata in gola come il becco di una bottiglia.
Lo seguì per pochi metri. Intuì la sua schiena; le mani enormi, i piedi piccoli; poi gli camminai davanti, distinsi la sua fronte, i suoi occhiali da miope. Giunto a un angolo, l'ho lasciai passare: un'ombra d'aria intrappolata e lozione da barba ricoperta da abiti logori. Appoggiai la schiena contro un muro. Mi era accaduto in molti posti del mondo; credevo di riconoscerlo e poi scoprivo che si trattava di un'altra persona. Pensai che fosse un'altra delle tante confusioni, fino a quando in una piazza ho visto che due uomini gridando lo salutavano e pronunciavano il suo nome.
Tornai all'Hotel Kristoff. Mi buttai sul letto e azionai l'aria condizionata a una temperatura così bassa che la mia mascella sussultò. Volevo dormire, ma alla fine presi appunti di lavoro sul mio taccuino. Ero venuto in città per immergermi nell'atmosfera con cui sarebbe iniziata la serie televisiva, che tre prestigiosi sceneggiatori stavano preparando per una società di produzione. Una storia di confini, trafficanti di droga, guerriglie, le cui azioni si sarebbero svolte tra Maracaibo, Medellín, Ciudad Juárez e Miami. Nulla che non fosse stato scritto o registrato prima, ma proprio per questo aveva grandi possibilità di successo.
Con gli anni mi ero rassegnato al mio talento. Un talento molto concreto. Nessuno era meglio di me nella scrittura di programmi pilota. I migliori sceneggiatori in spagnolo o in inglese mi hanno assunto per scrivere quel capitolo di apertura. Poi, loro continuavano il lavoro. Apparentemente la mia capacità subiva un calo se la durata si allungava. La stanchezza e l'apatia mi avvolgevano quando dovevo scrivere sei, dodici, dieci, trenta capitoli. Era quanto si affermava al centro, ed è per questo che da anni nessuno mi chiedeva di fare parte stabile di una squadra. Ero il migliore ad inaugurare una storia, ma poi, dovevo lasciarla in mani migliori.
Guadagnavo bei soldi per questo. Ero l'incaricato di aprire mondi che non avrei mai chiuso. Non esprimevo lamentele, né aspirazioni. E inoltre questa volta, la nuova serie mi ha permesso di fare un salto in Venezuela, il luogo da cui me ne ero andato da molto tempo.
Mentirei se dicessi che mi aspettavo di incontrare mio padre. Erano trascorsi quarant'anni dall'ultima volta che ci eravamo visti. Mentirei se dicessi che non mi aspettavo che una coincidenza ci avvicinasse. Ma nei brevi momenti in cui immaginavo quell'incontro, lo scenario era sempre Caracas, la città in cui sono cresciuto, dove viveva mio padre quando ha incontrato mamma e l'ha riempita di false promesse finché non l'ha abbandonata con un bambino di pochi mesi.
Accesi il mio computer. Chiesi che mi portassero una limonata molto fredda in camera, e per alcuni istanti mi domandai se sarebbe stato possibile scrivere una storia su mio padre; una storia personale, intima, qualcosa per me, qualcosa di diverso da un pilota, pagato in dollari da alcuni dirigenti del Messico o di Los Angeles.
“Ramón Méndez nacque in un paesino nello stato di Mérida nel 1932. Sottufficiale dell'esercito, a un certo punto negli anni Sessanta ricevette l'offerta di entrare nell'Accademia militare per diplomarsi come ufficiale, ma preferì studiare nutrizione all'università e, come disse con patetico orgoglio, fu il primo nutrizionista uomo dell'America Latina.
I suoi compiti nelle forze armate si limitavano al monitoraggio della corretta alimentazione delle truppe. Negli anni Ottanta, quando aveva raggiunto il grado di Primo Maestro Tecnico, non potendo giustificare una certa distrazione di denaro dai conti della cucina della caserma, i suoi superiori chiesero il suo congedo dall'esercito."
Ho guardato a lungo lo schermo e ho capito che non c'era molto altro da raccontare. Almeno io non avevo molto altro da raccontare, dopo anni di ricerche infruttuose. Non erano più valide le insolite vite che avevo inventato su di lui a scuola o all'istituto, per la meraviglia di quei miei compagni che avevano sempre avuto la gentilezza di non avvertire le contraddizioni delle mie storie.
Mi buttai sul letto e chattai con Ninoska, una delle mie migliori amiche. Le raccontai l'accaduto. Sembrava incuriosita, ma poi mi confessò che suo padre era malato in un ospedale di Lima. La incoraggiai e inviai i miei saluti a quell'uomo che avevo conosciuto ai tempi dell'università: un omone sorridente che era solito invitare a meravigliose grigliate nel loro cortile, gli amici di Ninoska.
Chiusi gli occhi per dormire.
La cosa migliore era stringere le mie sessioni di lavoro e andarmene immediatamente in Venezuela. Forse in Perù, per vedere la mia amica, forse in Messico per incontrare gli sceneggiatori che mi avevano assunto. Andarmene presto. Subito.
Il giorno dopo andai allo stesso punto di via Jugo. Davanti ai miei occhi una casa brillava con un penetrante color uva; bagliori gialli, viola, magenta, verdi spuntavano dalle altre facciate. Per alcuni istanti mi sono sentito come una goccia d'olio su cui esplodevano calde tonalità, colori di fuoco e d'acqua.
Lo vidi avvicinarsi di nuovo; indossava gli stessi abiti del giorno prima, ma questa volta non lanciava urla, bensì stringeva tra le mani una Bibbia sudicia. Si fermò per prendere aria. Dal suo zoppicare, ho capito che aveva un problema all'anca o alle ginocchia. Sorrisi. Sarebbe stato così facile dargli una spinta e lasciarlo steso per strada al contrario come uno di quegli scarafaggi, indifesi, disperati.
Il sole sembrava ardere sulle nuvole. Una fiammata gelida mi percorse la schiena quando Ramón Méndez si fermò accanto a me e mi guardò. Non sopportavo l'opacità, la nebbia stanca di quegli occhi piccoli. Fui sul punto di fuggire, ma lui sorrise per un istante e poi riprese la sua strada. Mi tremavano le gambe.
Ritornai in albergo e presi molti appunti per il programma pilota. Lavorai ore e ore. Mi fermai soltanto per bere un paio di limonate e per fare una doccia. Quella notte, mentre il cielo si spegneva, sentivo di essere andato su e giù per un'enorme montagna.
Parlai con Ninoska per sapere sullo stato di salute di suo padre. Disse che era stabile nella sua gravità. Poi le raccontai cosa era successo in via Jugo; mi disse che forse Ramón Méndez mi aveva riconosciuto. Trasalì al pensiero di quella possibilità. In seguito, la mia amica sussurrò che avrei dovuto avvicinarmi e parlargli; da quanto descritto sui suoi vestiti, forse aveva bisogno di soldi e come gesto di riconciliazione avrei potuto darglieli. Sorrisi. Potrebbe essere vero. Ma secondo mia madre, Ramón Méndez teneva le banconote in un vecchio calzino. Spendeva pochissimo e mai metteva mano su quei risparmi, anche se la situazione in casa lo richiedeva con urgenza.
Quando se ne andò, non lasciò neanche un bolivar* in casa. E tantomeno ne inviò in seguito o fece mai arrivare un regalo. Anni dopo, un avvocato e un giudice lo costrinsero a passare una misera mensilità, che arrivava in modo discontinuo e che scomparve del tutto il mese in cui divenni maggiorenne.
No, lo giuro. Non era nei miei piani rispondere alla sua miseria con generosità.
Quella notte ho messo un bromazepan sotto la lingua; mi addormentai guardando le serie in tv
Dormii tutta la mattina e a mezzogiorno noleggiai un taxi per farmi portare a Punta de Piedra; un paesino da cui si poteva contemplare il ponte sul lago di Maracaibo e la sagoma della città. Era un luogo perfetto per alcune scene in cui i protagonisti potevano parlare dei loro progetti. Mangiai capra al cocco; bevetti molte birre e presi molti appunti.
Guardai a lungo il ponte: le sue linee perfette, quella solidità in cui sembrava galleggiare sull'acqua. Poi contemplai il lago. Mi dissero che era molto inquinato, ma ciò non si poteva intuire dallo sfarfallio delle sue piccole onde, e delle sue correnti: atmosfere di zaffiro e quarzo, metalli sciolti, pastosità di terra mescolata e di schiuma. Per alcuni istanti il tempo scomparve e rimasi fermo sulla persistenza dell'acqua. Il lago respirò dentro di me: i suoi colori, il suo rumore, la sua estensione che sembrava crescere in direzione del cielo.
Ricordai la leggenda degli indiani Arawak. Lì si affermava che prima del lago esistesse, in quel punto, una selva rigogliosa, finché un giorno -indignato perché sua figlia aveva smesso di prendersi cura di lui e se ne era andata con un cacciatore a recitare versi- il dio del luogo aprì la terra con tale forza che i fiumi e il mare entrarono con immensa potenza e seppellirono tutti gli esseri che popolavano quella terra. Per questo motivo, ora, il lago ha un suo proprio suono che non è quello del mare né delle correnti fluviali; un suono sussurrante che ricorda la voce della figlia del dio e del suo amante.
Sono tornato a via Jugo. La visione dell'acqua perdurava in me, le sue voci umide, solari. Era come se tutti quegli dei che un tempo avevano abitato dentro il lago avessero lasciato in me un piccolo segno di silenzio. Volevo svuotarmi dalle parole. Non pensare; non dire. Forse per questo il mio sguardo si è afferrato alla figura di Ramón Méndez quando apparse sulla strada. Questa volta camminava più lentamente, come se il dolore alle ossa lo tormentasse più che mai. Per alcuni secondi, pensai di dirgli che una volta era stato un allevatore, un pilota di aerei, un pugile welter, un marinaio, una spia, un cantante di rancheras*, un militare eroico. Dirgli solo questo e andarmene. Lasciarlo con la perplessità di scoprire che nel suo corpo meschino avevano coesistito le molte persone che la sua assenza aveva tracciato nelle mie parole. Volevo avvicinarlo al terrore di essere anche la creazione delle mie storie; la lacuna riempita con frasi disgiunte che man mano gli destinavo, strato dopo strato. Immaginai che se gli avessi parlato e gli avessi detto ciò, nelle notti successive non avrebbe dormito pensando che tutti quei fantasmi vivessero dentro di lui, rivendicando uno spazio, divorandolo.
Ma quando passò accanto a me, Ramón Méndez si fermò, mi prese entrambe le braccia e disse con voce asmatica: “Figlio mio, figlio mio… Cristo, ti ama. Non lo dimenticare, Cristo ti ama”.
Lo vidi andare via. Avrei voluto fare un respiro profondo, ma l'aria pulsava come il fuoco.
Non ci fu tempo per la confusione o per i dubbi, perché all'angolo successivo si imbatté su una donna che indossava una minigonna blu e una maglietta bianca, e anche a lei gridò: "figlia mia, figlia mia, Cristo ti ama".
Quella sera parlai a lungo con Ninoska. Non le dissi nulla dell'accaduto. Lei sembrava assente. Mi riferiva con parole lente le dichiarazioni dei medici. Cattive notizie; previsioni pessime. Suo padre deperiva in un letto, lontano, assente, percorso solo da gemiti che di tanto in tanto gli uscivano dalla bocca come un segnale di abbandono e di sconfitta.
- Sai cosa fece quando ero molto piccola ed ebbi la polmonite? - precisò-, mi portò in camera sua
e mi adagiò accanto a mia madre, e lui si sedette su una sedia a vegliare tutta
la notte, ogni notte. Non dormì per giorni. Lo vedevo con gli occhi rossi
e il viso scarno, mentre accarezzava con stanchezza il termometro e le medicine.
Scesi al ristorante dell'hotel e continuai a prendere appunti. Mangiai un panino e bevetti una soda. Accanto a me, una coppia di canadesi stava parlando. Ascoltai che la donna raccontava a suo marito la storia della Vergine di Chiquinquirá. Pare che nel XVIII secolo una lavandaia trovò una piccola tavoletta nel lago e quando la portò a casa scoprì la miracolosa immagine della Vergine, ragion per cui, ora, la città di Maracaibo la adorava nella sua chiesa principale.
"Il lago, il lago" pensai, e riuscì a contemplare quella superficie d'acqua come una palpitazione inferma che accompagnava la città, che la rifletteva e la trasformava in un fremito umido. Da lì, prima, oggi, sorgevano gli dei che accompagnavano il luogo.
Quella stessa notte sognai che mio padre ed io camminavamo sul fondo del lago; avvolti nelle bolle, nel petrolio, nella sabbia. Quando mi svegliai, corsi in bagno e sputai più volte: un sapore amaro di sale mi riempiva la bocca.
Camminai per le strade frequentate da Ramón Méndez, ma in ore diverse da quelle che lui era solito transitare. Parlai con alcune persone; riuscì a ricavarne alcuni dati. Il vecchio viveva con una cugina ed era diventato evangelico da un paio d'anni. Da quel momento percorreva le piazze per predicare la parola e per minacciare le persone con gli infiniti mali che sarebbero piombati sulla città se non si fossero riscattati. Sorrisi. Mio padre aveva conosciuto la salvezza; peccato che io non vi ci sia mai entrato.
Nel pomeriggio visitai l'Hotel Baralt. Un luogo in rovina; pieno di stanze buie, materassi pieni di urina, sperma, feci. In un corridoio trovai una macchina da scrivere. L'accarezzai con la punta del dito. Da un lato, le finestre erano coperte da cartoni perforati.
La luce in quel luogo si trasformava in una trama di vetro sporco, di stoffa polverosa. Era un posto perfetto per ambientarvi un crimine che desse spazio a gran parte del programma pilota.
Chiesi al tassista di fare un giro per la città. Avevamo l'aria condizionata al massimo, ma un ronzio mi trafiggeva la testa da un capo all'altro. Pensai a mio padre; pensai all'hotel Baralt. Mi soffiai il naso con un fazzoletto. Un odore di chiuso, acqua stagnante e lozione da barba inondò la macchina.
Quando arrivai nella mia stanza al Kristoff , accesi di nuovo il computer. Pensavo di avere una buona idea per una storia. Una mattina, l'impiegato dell'hotel Baralt scopriva che sette persone si erano suicidate in stanze diverse durante la notte. Un militare in pensione, un pugile, una spia, un allevatore, un pilota, un cantante di rancheras, un marinaio. Rimasi a lungo davanti allo schermo. Riuscì solo a scrivere: "All'alba, il sole sembrava sprofondare nelle acque del lago ...".
Parlai di nuovo con Ninoska. Feci fatica a decifrare le sue frasi spezzate. Mescolava tempi e storie. Suo padre peggiorava. Intesi soltanto che un prete era passato quella mattina a fargli visita.
La mattina seguente tornai a Punta de Piedra.
Camminai per un po' fino a quando la prossimità del lago mi costrinse a fermarmi vicino a due alberi. Appoggiai le mani sui tronchi. Guardai ai lati, e alle mie spalle. Il sole imperversava sulla terra. Non vidi neanche un'anima. L'aria calda graffiò il mio viso. Contemplai il lago e mi inginocchiai.
“Se avete bisogno di prendere qualcuno; se è necessario che il tempo si compia di nuovo in una persona, vi offro Ramón Méndez. Lui e le sue sette inutili vite possono andare via; portate via lui e lasciate in pace il padre di Ninoska. "
Dissi molto di più. Balbettai parole per un po', come se stessi tirando un filo che faceva resistenza. Diverse volte mi fermai per prendere aria; l'atmosfera: pesante, viscida, ribolliva nei miei polmoni. Pregare per me era difficile. Non avevo fede; non l'ho mai avuta. Ecco perché pensai che il mio gesto potesse essere ancora più prezioso. Per i credenti, la preghiera è una comunicazione naturale; per me era un atto improprio; pregavo contro me stesso; mio malgrado, come se quelle parole fossero una bottiglia gettata in acqua con un messaggio in cerca di una remota risposta.
Serrai le palpebre. Le mie mani unite esercitarono forza fino a farmi male alle dita. I lembi del lago, quieto, brillavano di schiuma argentea.
- Sapete dove si trova Rafito?-
La donna si fermò vicino a me, sistemò le molte buste che teneva in mano e continuò a parlare al cellulare. Per un po' continuò a chiedere di una persona. Sbuffava, furiosa, iraconda. Mi guardò di traverso. Continuò a camminare e sentì con chiarezza il rumore dei suoi tacchi che si allontanavano.
Appoggiai le mie mani sulla parete color uva. Sentì il calore scorrere tra le mie dita. Guardai l'ora. La guardai di nuovo. Avevo bisogno di una limonata nei prossimi minuti, ma era necessario aspettare. Uno stormo di are attraversò il cielo: pensai a lettere colorate che fluttuavano su una pagina, muovendosi come frasi oleose e sfuggenti.
Lo vidi. Un'altra volta.
Ramón Méndez voltò all'angolo. Mi guardò e attraversò la strada per non passare vicino a me. Dall'altra parte del marciapiede alzò la Bibbia e gridò: "Cristo ti ama, Cristo ti ama". Sembrava avere meno dolori nel corpo perché il suo passo era veloce e mi mi fece pensare a un puledro. Lo guardai a lungo. Si fece sempre più piccolo finché il riverbero del sole lo avvolse in una luce bianca e non fui più in grado di distinguerne la sua sagoma.
Ritornai al mio albergo. Chiesi ai facchini se era possibile guardare il lago da una delle sue finestre. Mi dissero di no. Chiesi che mi portassero in camera una limonata con molto ghiaccio. Mi tolsi i vestiti e li buttati su un divano. Rimasi a lungo sul bordo del letto. Senza muovermi.
Squillò il mio cellulare. Ninoska. Sapevo cosa mi avrebbe detto. Lo lasciai squillare e squillare. Telefonò altre tre volte ma non risposi. Poi mi collegai a internet e comprai un biglietto per Città del Messico. Un facchino bussò alla mia porta e mi porse la limonata. La misi su un tavolo. La lasciai lì, senza assaggiarla, finché il ghiaccio si sciolse e divenne una zuppa acida.
Affondai le dita nel bicchiere. Guardai i miei vestiti scomposti, lanciati disordinatamente.
Immaginai il lago: acqua vuota, acqua senza fondo, acqua sorda. Un abisso in cui, ora, vivevano oramai solo bolle.
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Ranchera: è un genere musicale popolare della musica messicana
Bolivar: è la moneta del Venezuela
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