de/di Pablo Cingolani
(trad. Marcela Filippi)
Atrapar la luz del atardecer iluminando los cerros desnudos. Que esa luz sobreviva hasta el otro día. Que ese nuevo día te reciba iluminado con la luz del sol calentando a las piedras. Que las piedras de tanto sol, se rajen. Que de la rajadura de las piedras, sientas su olor. Que ese olor, ese olor inconfundible que sólo atesoran las piedras, te contagie.
Así, la vida. el olor de las piedras no se compara a ningún otro olor. Es la canción más antigua de todas: los ecos de un mundo nonato y etéreo a un mundo volcánico, en devenir y en convicción de serlo, en decisión y forja de mundo. Todos los mundos caben en esa inquietud, todos: los posibles, los imaginados, los desconocidos; los mundos que pudieron ser y que no lo fueron.
Todo el blues de los mundos, amarrados a una piedra: mejor dicho, al olor de esa piedra. Que calienta el sol, el sol que viene de las selvas, un sol húmedo y vivificador que ¡hace bailar a las piedras! Y las piedras bailan, bailan tanto, danzan sin parar, cada molécula de piedra, toda su piel y todo su corazón amurallado que, en su frenesí danzante, se rajan. De allí, de ese estallar de la piedra, surge su olor inclasificable y su virtud.
La virtud de una piedra. El hallazgo más clarificador de todos es encontrarlo. Acaso fuiste enseñado así: la virtud del cuchillo es cortar. Si un cuchillo no corta, no sería cuchillo. Es el principio de toda supuesta lógica: o sea, de todo el sentido y de toda la razón que se pretende anima al mundo, lo explica, lo justifica. Más claro: lo ampara. No hay mundo sin una idea del mundo. De ahí, de ese principio, nacen todas las guerras que enmadejan al cerebro, el caos neuronal se multiplica y colisiona, el racionalismo, la manzana de don Newton, y el nazismo, las ciudades, los semáforos, las computadoras. Batallamos siglos (nada) tratando de cascabelear a esa verdad: si no corta, no es cuchillo. Si no es ario, lo extermino. Si es palestino, igual.
La virtud de una piedra. Nadie te enseña. Algunos dirán: no es comunicable. Dime: ¿a quién le importan las piedras? Los racionales han dicho: las piedras, el reino mineral en el cual las han clasificado, es un mundo muerto, que sólo yace, un mundo no comunicable porque ellos, los minerales, pobres de ellos, no se comunican. ¡Válgame Dios si los que así fosilizan el orbe son los mismos que han vuelto al oro su valor vil y supremo! ¡El molibdeno cotiza en bolsa! Y luego te dicen que las piedras son inertes, que las piedras no saben, que las piedras no dicen nada.
La febril y despiadada disposición de los poderosos por anular todo vestigio de magia de nuestras vidas nos han encajonado en un espacio-tiempo donde se congela el magnetismo y el contagio y el ímpetu que cada piedra, por el simple hecho de ser eso, de ser piedra, es capaz de traspasarte. Ese magnetismo y ese contagio tienen que ver con la virtud de las piedras.
Insistimos, entonces. ¿Cuál es la virtud de las piedras? La virtud de las piedras, la virtud de cada piedra, es la fuerza.
La fuerza.
La fuerza: la energía comprimida de todos los mundos, los que habitamos y los que jamás conoceremos, pero que están ahí, concertados, compactados, conectados, en la forma, peso, textura, superficie, presencia y dignidad de una piedra.
La fuerza: toda la historia que conocemos, desde las cavernas y el fuego hasta las casas amontonadas de Katal Huyuk, desde las ciudadelas de Ur hasta las pantallas de los televisores y los teléfonos llamados inteligentes, toda la historia humana, toda, habita en una sola astilla de una sola piedra.
La fuerza: esa serenidad que sólo ellas, las piedras, poseen, y que es eso que sólo sobrevive más allá de la riqueza, de la maldita acumulación, más allá del poder, de su inconducente perpetuación, más allá de todas las tempestades que nos agitan.
La fuerza. La energía capaz de devolvernos paz, la paz de una piedra, la paz de cualquier piedra, la paz de todas las piedras.
Será por eso, digo, que cuando contemplamos una montaña aún sentimos que todo puede cambiar y que todo puede volverse bondadoso y que el mundo no es el sitio estéril al cual quieren acostumbrarnos.
Será por eso, por la virtud sin doma de las piedras, que un niño pudo vencer a un gigante. Será por eso, por la virtud inconmovible de las piedras, que piedra sobre piedra, se han construido las únicas realidades humanas que valen la pena anotar o añorar tawantinsuyanamente hablando.
Será por eso, por la virtud colmada de sensibilidad y gloria que poseen las piedras, que el poeta dijo una de las más puras de las verdades poéticas: con usura, nunca tendrás una casa de piedra. (Ezra Pound)
La otra gran verdad que nos develó la poesía es que, como ya te vine advirtiendo para que no me digas que deliro, es que las piedras se comunican, las piedras hablan, papá. Eso le dice Ernestito a su padre, caminando por el Cusco, según lo escribió ese gran mago llamado José María Arguedas en un libro que trata, de la manera más amable, la más humana y la más tierna, sobre las piedras. El libro se llama Los ríos profundos. Se llama así porque todas las piedras que ruedan y braman y aúllan, corriente abajo y sin retorno, componen la música del padre de todos los ríos: el Apu-Rimac, el Apurimac de los mapas, el Señor de las Aguas, y es casi como decir The Rolling Stones, y no es lo mismo, pero es igual. Si en las aulas se lo leyera, estoy convencido: el mundo sería diferente. El mundo sería un santuario. Un santuario a la belleza, a la belleza irredenta, sin estéticas que la encorseten, la belleza pura y dura de la piedra: a la serenidad que devuelve paz, a la energía creativa sin mesura, a la fuerza perpetua de la virtud. Y en las piedras, en cada piedra, celebraríamos la majestad de ese mundo, el mundo que nos merecemos, un mundo sin usura y sin guerras, nuestro mundo, el mundo de las piedras, nuestras reinas olvidadas, nuestro amor más profundo, nuestra perdida grandeza. Los hombres, en su soledad, miraron a las estrellas, miramos a las estrellas, allá arriba. Es momento de volver la mirada a las piedras, aquí, abajo, en la tierra. Las piedras. Tan próximas. Tan nuestras.
Catturare la luce della sera che illumina le colline nude. Che quella luce sopravviva fino al giorno successivo. Che quel nuovo giorno ti accolga illuminato dalla luce del sole che riscalda le pietre. Che le pietre da tanto sole, si spacchino. Che dalla spaccatura delle pietre tu senta il loro odore. Che quell'odore, quell'odore inconfondibile che solo le pietre condensano, ti contagi.
Così, la vita. L'odore delle pietre non è paragonabile a nessun altro odore. E’ la canzone più antica di tutte: gli echi di un mondo non ancora nato ed etereo verso un mondo vulcanico, in divenire e con la convinzione di esserlo, mentre si modella in mondo. Tutti i mondi ci stanno in questa inquietudine, tutti: possibili, immaginati, sconosciuti; i mondi che avrebbero potuto essere e non lo sono stati.
Tutto il blues dei mondi, legato ad una pietra; meglio detto, all'odore di quella pietra. Che riscalda il sole, il sole che viene dalle foreste, un sole umido e vivificante che fa ballare le pietre! E le pietre ballano, ballano tanto, danzano senza sosta, ogni molecola di pietra, tutta la loro pelle e tutto il loro cuore murato nella loro frenesia danzante, si spaccano. Da lì, da quell’esplodere della pietra, sorge il suo odore inclassificabile, e la sua virtù.
La virtù di una pietra. La scoperta più chiarificatrice di tutte sta nel trovarla. Forse ti è stato insegnato in questo modo: la virtù del coltello è tagliare. Se un coltello non taglia, non sarebbe coltello. E’ il principio di ogni presunta logica: cioè, in ogni senso e ogni ragione che si pretenda animi il mondo, lo spieghi, lo giustifichi. Più chiaro: lo protegga. Non c'è mondo senza un’idea di mondo. Da lì, da quel principio, nascono tutte le guerre che annodano il cervello, si moltiplica il caos neuronale e collide, il razionalismo, mela di Don Newton, e il nazismo, le città, i semafori, i computer. Abbiamo lottato per secoli (nulla), cercando di tintinnare quella verità: se non taglia, non è coltello. Se non è ariano, lo stermino. Se è palestinese, ugualmente.
La virtù di una pietra. Nessuno ti insegna. Alcuni diranno: non è comunicabile. Dimmi: a chi interessano le pietre? I razionali hanno detto: le pietre, il regno minerale nel quale sono state classificate, è un mondo morto, giace solamente, un mondo non comunicabile perché essi, i minerali, poveri loro, non comunicano.
Santo cielo se quelli che fossilizzano così l’orbe , sono gli stessi che hanno dato all’oro il suo vile e supremo valore! Il molibdeno si quota in borsa! E poi dicono che le pietre sono inerti, che le pietre non sanno, che le pietre non dicono nulla.
La febbrile e spietata disposizione dei potenti di annullare ogni traccia di magia dalle nostre vite, ci hanno incastrato in uno spazio-tempo in cui si congela il magnetismo, il contagio e l’impeto che ogni pietra, per il semplice fatto di essere tale, cioè di essere pietra, è in grado di trasferirsi. Quel magnetismo e quel contagio hanno a che fare con la virtù delle pietre.
Insistiamo, quindi. Qual è la virtù delle pietre? La virtù di pietre, la virtù di ogni pietra, è la forza.
La forza.
La forza: l'energia compressa di tutti i mondi, quelli che abitiamo, e quelli che mai conosceremo, ma che sono lì, concertati, compattati, collegati nella forma, peso, struttura, superficie, presenza e dignità di una pietra.
La forza: tutta la storia che conosciamo, dalle caverne al fuoco fino alle case addossate di Çatal Hüyük, dalle citta di Ur fino agli schermi di televisori e telefoni definiti intelligenti, tutta la storia umana, tutta, abita in una scheggia di una sola pietra.
Forza: quella serenità che solo loro, le pietre, possiedono, e che è solo quello che sopravvive al di là della ricchezza, il maledetto accumulo, al di là del potere , e la sua infruttuosa perpetuazione, al di là di tutte le tempeste che ci agitano.
La forza. L’energia in grado di restituirci pace, la pace di una pietra, la pace di qualsiasi pietra, la pace di tutte le pietre.
Sarà per questo -dico- che quando contempliamo una montagna sentiamo che tutto ancora può cambiare e che tutto può diventare bontà, e che il mondo non è il luogo sterile al quale vogliono abituarci.
Sarà per questo, per la virtù senza doma delle pietre, che un bambino riuscì a sconfiggere un gigante. Sarà per questo, per la virtù impassibile delle pietre, che pietra su pietra, si sono costruite le uniche realtà umane che vale la pena segnalare o a cui anelare tawantinsuyanamente parlando.
Sarà per questo, per la virtù colma di sensibilità e di gloria che posseggono le pietre, che il poeta ha detto una delle più pure verità poetiche: con l'usura, mai avrai una casa di pietra. (Ezra Pound)
L'altra grande verità che la poesia ci ha rivelato è che -come ti ho già avvertito in precedenza perché non mi si dica che sto delirando- le pietre parlano papà. Questo lo dice Ernestito a suo padre, mentre cammina in giro per Cusco, così come ha scritto quel grande mago di nome José María Arguedas in un libro in cui tratta, nel modo più gentile, più umano e più tenero le pietre. Il libro si intitola I fiumi profondi. Si intitola così perché tutte le pietre che rotolano, bramano, e ululano, giù a valle e senza ritorno, compongono la musica del padre di tutti i fiumi: l’Apu-Rimac, l’Apurìmac delle mappe, il Signore dell Acque, ed è quasi come dire The Rolling Stones, e non è la stessa cosa, ma è uguale.
Se nelle classi lo si leggesse -sono convinto- che il mondo sarebbe diverso. Il mondo sarebbe un santuario. Un santuario alla bellezza, alla bellezza irredenta, senza estetiche che la limitino, la bellezza pura e dura della pietra: alla serenità che restituisca pace, all'energia creativa senza misura, alla forza perpetua della virtù. E nelle pietre, in ogni pietra celebreremmo la maestosità di questo mondo, il mondo che meritiamo, un mondo senza usura e senza guerre, il nostro mondo, il mondo delle pietre, le nostre regine dimenticate, il nostro amore più profondo, la nostra perduta grandezza.
Gli uomini nella loro solitudine, guardavano le stelle, guardiamo le stelle lassù. E 'tempo di volgere lo sguardo alle pietre, qui giù, sulla terra. Le pietre. Così vicine. Così nostre
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