giovedì 11 luglio 2024

ENTIERRO EN CHARLEVILLE/FUNERALE A CHARLEVILLE

de/di Santos Domínguez Ramos
(trad. Marcela Filippi)

                                     Para José María Alvarez

“Sí, mis ojos están cerrados a vuestra luz” 
(Arthur Rimbaud)

Cada uno con su vela en la mano derecha, 
veinte huérfanos rezan una oración antigua.
Las lágrimas de plata, sobre las colgaduras,
dan a la escena un aire solemne. Las campanas 
siguen tocando a muerto. Hay pompa y circunstancia.

Concelebran el rito funerario los cuatro 
curas de la parroquia y un coro de ocho niños 
hace vibrar sus voces. Brillan todas las luces 
del altar con la fuerza de su esplendor siniestro.

Funeral de primera. Son las diez y hace frío.
La misa de difuntos es por un muerto oscuro 
que blasfemó a menudo y sin remordimientos 
traficaba con armas y esclavos en Adèn.

Aventura y desgracia, dolor y desamparo
se unieron en sus días y asolaron sus noches.
Quiso ser sacerdote y mago o alquimista
y acabó en traficante en tierra de abisinios.
Misterio y desventura fueron sus compañeros.

¿Fue un mártir o un canalla?
Pasó su vida entera ardiendo en el infierno.
Despilfarró el dinero, el tiempo y el talento,
hizo de los fracasos un lugar habitable.

Escribió algunos versos que lo habían convertido 
en el mejor poeta del siglo diecinueve.
Diecinueve años frágiles tenía aquel rebelde
cuando dejó los versos y montó caravanas
de fusiles y esclavos que cruzaban desiertos.

Sufrió meses dolientes, con la pierna amputada 
y un cáncer agresivo que corrompió su cuerpo.

Salvo los mercenarios -huérfanos y cantores-,
nadie asistió a su entierro.
Sólo la madre fría y la hermana devota.


Estaba allí tan solo como cuando vivía,
como cuando en Marsella agonizaba insomne,
tumbado entre el letargo morado y la morfina.

En los últimos días lloraba como un niño,
decía barbaridades, soñaba con Argel.
Nevaban treinta y siete años sobre su rostro
y quedaban muy lejos sus iluminaciones.



Ognuno con la sua candela nella mano destra,
Venti orfani recitano un'antica preghiera.
Le lacrime d'argento, sui paramenti,
danno alla scena un'aria solenne. Le campane
continuano a suonare a morto. C'è sfarzo e circostanza.

Concelebrano il rito funebre i quattro
preti della parrocchia e un coro di otto bambini
fa vibrare la loro voce. Brillano tutte le luci
dell'altare con la forza del suo splendore sinistro.

Funerale di prima classe. Sono le dieci e fa freddo.
La messa dei defunti è per un morto oscuro
che bestemmiava spesso e senza rimorsi.
Trafficava con armi e schiavi ad Aden.

Avventura e disgrazia, dolore e abbandono
si sommarono nei suoi giorni e rovinarono le sue notti.
Volle essere sacerdote e mago o alchimista
e finì a fare il trafficante nella terra degli Abissini.
Mistero e sventura furono i suoi compagni.

Fu un martire o una canaglia?
Trascorse tutta la sua vita bruciando all'inferno.
Sperperò denaro, tempo e talento,
fece dei fallimenti un luogo abitabile.

Scrisse alcuni versi che fecero di lui
il miglior poeta del secolo diciannove.
Diciannove fragili anni aveva quel ribelle
quando lasciò i versi e allestì carovane
di fucili e schiavi che attraversarono deserti.

Patì mesi dolorosi, con la gamba amputata
e un cancro aggressivo che corruppe il suo corpo.

Salvo i mercenari -orfani e cantori-,
nessuno partecipò al suo funerale.
Solo la fredda madre e la sorella devota.

Era lì così solo come quando era vivo,
come quando a Marsiglia era in agonia insonne,
prostrato tra il letargo viola e la morfina.

Negli ultimi giorni piangeva come un bambino,
diceva atrocità, sognava Algeri.
Nevicavano trentasette anni di neve sul suo viso.
e le sue illuminazioni erano molto lontane.

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